Michael Moore llama a la resistencia contra Trump

Michael Moore ha vuelto. Esta vez ataca desde un escenario de Broadway, con su primera obra de teatro. Se titula Las condiciones de mi rendición, pero no hay de qué preocuparse: el agitador de la gorra perenne no tiene ninguna intención de rendirse, sino todo lo contrario. Todos tenemos que poner nuestro granito de arena contra el trumpismo, le dice Moore a su audiencia. Y para espolearla, utiliza con destreza un riquísimo anecdotario personal y su poderosa sátira política marca de la casa. Tras haber reído y llorado durante el espectáculo, el que firma estas líneas se levantó de su butaca con más ímpetu que nunca de colaborar en “la Resistencia”.

Al abrirse el telón, aparece Michael Moore imitando la salida a escena de Donald Trump en la Convención Republicana. Moore ridiculiza al sin duda ridículo presidente (por ahora) de Estados Unidos y denuncia lo tóxico que este es para el país y para el resto del mundo. Pero reconoce una cosa fundamental: que, durante la campaña, Trump fue extremadamente hábil a la hora de decirles a muchos votantes lo que querían oír. Tergiversando y mintiendo todo lo que quiso, por supuesto, pero al fin y al cabo eso es lo de menos: suficientes personas le creyeron y cayeron en el timo. Que no se nos olvide, advierte Moore sus espectadores; y les hace repetir varias veces, casi a modo de catarsis: “Donald Trump fue más listo que todos nosotros”.

¿Qué hacer para que lo que ocurrió en las elecciones presidenciales de noviembre de 2016 no se vuelva a repetir? Resistir; y asediar a Trump desde todos los frentes, sin descanso, como un ejército de abejas, dice Moore. Quizá hagan falta algo más que abejas (¿leones, los dragones de Juego de Tronos?), pero lo cierto es que los que se oponen al presidente superan claramente en número a sus seguidores. Hillary Clinton obtuvo casi tres millones de votos más que Trump y, a día de hoy, aproximadamente un 55% de encuestados desaprueban su trabajo como presidente, frente a un 39% que lo aprueba.

Por tanto, incita Michael Moore a la gente de Estados Unidos, tenemos que protestar, levantar la voz en nuestro día a día, manifestarnos en las calles, plantear exigencias ante nuestros representantes electos, aspirar a cargos públicos nosotros mismos… y no abandonar la lucha hasta conseguir tener un presidente (o, mejor todavía, una presidenta) en la Casa Blanca del que no nos avergoncemos. Moore está dispuesto a rendirse (de ahí el título de la obra) única y exclusivamente si se cumplen las siguientes condiciones: primero, que se vaya el presidente Trump; segundo, que se vaya el vicepresidente Pence; y tercero, que se elimine el dudosamente democrático Colegio Electoral que elige al presidente y al vicepresidente, de modo que estos sean elegidos directamente por los votantes.

Mientras no se den estas tres improbables circunstancias, no queda otra que luchar, pacíficamente pero sin tregua, contra el trumpismo, en todas sus horribles facetas, y a favor de una alternativa progresista. ¿Y saben qué? —dice Moore— sí se puede. A modo de ejemplo a seguir, con su sentido del humor y habilidad narrativa habituales, presenta algunos episodios de su trayectoria personal.

A los 17 años, Michael Moore participó en un concurso cívico para estudiantes organizado por un club que discriminaba por razón de raza contra la población afroamericana. Resulta que Moore fue elegido para dar un discurso ante un gran grupo de miembros del club. ¿Qué hizo con su discurso? Pues qué va a hacer, poner a parir al club por su racismo, lo cual, tras saltar sus palabras a los medios, llevó a un cambio legislativo: ninguna asociación que discriminara podría en el futuro recibir fondos públicos.

A los 18, Moore, harto de los jefes de su instituto, decidió presentarse a la Junta Escolar de su distrito, el órgano que controla todos los colegios públicos de la zona. Frente a varios candidatos que le doblaban o triplicaban la edad, Moore salió elegido, convirtiéndose en ese momento en la persona más joven de todo Estados Unidos en ostentar un cargo público. ¿Cuál fue la primera medida que propuso Moore? Despedir al director de su instituto.

A los 31, Michael Moore estaba viendo la tele con unos amigos. En las noticias estaban explicando que el presidente Ronald Reagan iba a hacer una vista oficial, con homenaje ceremonial incluido, a un cementerio en Alemania donde había tumbas de nazis de las SS. Uno de los amigos de Moore, judío, no se lo podía creer. Moore propuso que viajaran los dos hasta Alemania para decirle a Reagan lo que pensaban de su visita a los miembros de las SS enterrados en aquel lugar. Los dos amigos lograron colarse en el cementerio en el mismo momento en el que llegaba Reagan y desplegar un gran cartel que le espetaba: “Vinimos de Michigan para recordarle que ellos mataron a mi familia”.

Casi 20 años después, habiendo alcanzado fama mundial con su celebrada película Bowling for Columbine, Moore se convirtió en símbolo del (tristemente minoritario) movimiento estadounidense contra la guerra de Irak cuando, en marzo de 2003, al recoger el Óscar al mejor documental, y entre aplausos y abucheos, dijo que George W. Bush había llevado a su país a la guerra por “razones ficticias”, alzando su voz para recriminarle con énfasis al presidente: “¡debería darle vergüenza, Sr. Bush!”

En el clima de entonces de aceptación general de la guerra (la mayoría de los demócratas y de la prensa “liberal” apoyaron a Bush), su valiente intervención bajo el foco mediático global le valió a Moore convertirse en blanco preferido de la derecha patriotera estadounidense: amenazas de muerte, intentos de asesinato (suerte que tenía guardaespaldas) y censura de un libro suyo por parte de una editorial propiedad de Rupert Murdoch incluidos.

El libro se acabó publicando gracias a una pequeña rebelión por parte de un nutrido grupo de bibliotecarias estadounidenses que no pensaban dejar que Rupert Murdoch se saliera con la suya. Moore, aunque pasó unos años difíciles bordeando la depresión, siguió dando guerra con sus documentales y hoy, como demuestra su obra de teatro, está tan despierto y combativo como nunca.

Estados Unidos tiene suerte de tener a Michael Moore. Si todas las personas que nos identificamos con “la Resistencia” anti Trump tomamos ejemplo de Moore y hacemos solo la mitad de la mitad de lo que él ha hecho a lo largo de su vida, los días de Donald el demagogo estarán contados.

Primero de octubre

Parlem?

Cartel colgado por la agencia de publicidad Sra. Rushmore en su oficina de la Gran Vía en Madrid (Twitter: @Panchovarona)

Este primero de octubre de 2017 quedará registrado para siempre en la historia de la infamia. Qué día tan triste, lamentable, desastroso y, además, absurdo. Para todos.

Lo primero: ojalá se recuperen rápida y absolutamente todos los heridos. Y es imperativo que rindan cuentas los individuos de la policía que han hecho un uso indebido de la fuerza; los que han perdido la serenidad y han propinado patadas y porrazos brutales, horribles e injustificados a manifestantes pacíficos deben pagar por sus vergonzosos e ilegales actos.

Segundo: la gran mayoría de los policías que estaban en Catalunya hoy han cumplido con su deber, pues se ha desarrollado allí una rebelión multitudinaria contra la ley; un levantamiento público (aunque esencialmente no violento, sí hostil) contra los poderes del Estado, con el fin de derrocarlos, tramado y puesto en práctica por una parte del mismo Estado; un golpe de Estado dirigido por el Govern y sus aliados en el Parlament.

Tercero: como es lógico, pues es su obligación respetar y hacer respetar la ley, los poderes ejecutivo y judicial del Estado afectado, que es España, han tratado de impedir este golpe contra el orden constitucional. La respuesta del Estado ha sido torpe y contraproducente por momentos (el desafío era mayúsculo) y tristemente su implementación sobre el terreno ha devenido en algunos comportamientos reprobables. Ahora bien, es innegable que el Estado tenía justificación para actuar y era oportuno que lo hiciera.

Cuarto: exactamente la misma obligación de respetar y hacer respetar la ley recae en el insensato president de la Generalitat, su administración y sus aliados parlamentarios: estos no solo la han incumplido con absoluta desvergüenza, sino que lo han hecho con temeridad, incitando a la población de Catalunya a la rebelión. Tamaña irresponsabilidad deslegitima a Carles Puigdemont y demás líderes de esta grotesca farsa, que deben dimitir inmediatamente.

Quinto: la ley es primordial en un Estado de Derecho como España (es asombroso que haya que recordarlo), pero los argumentos contra la secesión de Catalunya van más allá de la ley. El pueblo catalán no está oprimido, sino todo lo contrario: disfruta de libertad y amplio autogobierno. En casos como este, no existe el derecho de autodeterminación, entendido como derecho a la secesión. Ni existe ni debe existir, porque no tiene justificación moral. Lo explica con detalle el catedrático de filosofía de la Universidad de Yale Allen Buchanan en su ensayo ‘Secesión’.

Sexto: además de lo anterior, hay que recordarles a los secesionistas catalanes, que se llenan la boca hablando de democracia, que como bien explica Buchanan “la noción correcta de democracia no es la del puro y simple gobierno de la mayoría (…), sino más bien la de democracia constitucional, la cual incluye (…) disposiciones constitucionales diseñadas para garantizar que la voluntad de la mayoría no haga quebrar la propia democracia.” Y precisamente esto pretenden los líderes del movimiento secesionista catalán: quebrar la democracia. ¡Sin ni siquiera representar a la mayoría de la ciudadanía catalana! En la primera farsa que pusieron en escena, el “proceso participativo” del 9 de noviembre de 2014, no lograron que participara más que un 37,02% del electorado. Después convocaron elecciones al Parlament para el 27 de septiembre de 2015; dijeron que se trataba de un plebiscito sobre la secesión y, según su propio argumento, lo perdieron: se quedaron en el 47,8% de los votos, 159.333 menos que los obtenidos por los partidos políticos no secesionistas. Según Artur Mas, aquellas elecciones iban a ser la “consulta definitiva”. Pero luego los líderes secesionistas idearon el 1-O, por lo que parece que hasta que no se salgan con la suya nada es definitivo. Y de esto se trata, de salirse con la suya, de alcanzar una quimera que se pone por delante de todo lo demás, una obsesión que tiene mucho de capricho infantil, más emocional que racional. Y que, claro, de paso les viene fenomenal a algunos políticos de la derecha catalana para que no se hable de sus medidas antisociales o su enorme corrupción. ¿Cómo sostienen todo esto? A base de una campaña propagandística descomunal, no exenta de hostigamiento al que no comulga con el pensamiento oficial, que se alimenta en gran parte de mentiras y demagogia. ¿Y para qué quieren poner una anacrónica frontera en Alcanar? Bueno, ellos sabrán, pero parece que uno de los motivos de más peso es el del dinero: evitarse transferir fondos de solidaridad interterritorial a otras regiones de España con menos recursos. Vergonzoso motivo.

Séptimo: por su parte, los líderes políticos de la derecha española llevan mucho tiempo fabricando secesionistas en Catalunya con sus políticas y sus actitudes. Irresponsablemente ciegos y sordos ante las demandas legítimas y el arraigado sentimiento nacional de una gran parte de la sociedad catalana, han hecho la quimera de la secesión cada vez más atractiva. Poniendo el interés electoral por encima del interés nacional, ese que tanto dicen defender los líderes de la derecha que se llenan la boca hablando de su supuesto amor por España. Tenemos un problema político que precisa de una solución política, la cual solo puede venir del acuerdo entre Catalunya y el resto de España, pero algunos no se quieren enterar. Concretamente en los últimos años, el insensato de Mariano Rajoy y su Partido Popular han gestionado torpemente la situación, enrocados y pertinaces, esperando que escampara sin mojarse y sin explorar soluciones ni ofrecer alternativas. Rajoy debe dimitir (por esto también, aunque ya tenía que haberlo hecho cuando se destapó el ‘caso Bárcenas’). Hasta que no tengamos un Gobierno de España sensible a lo que se vive en Catalunya y con el poder y la inteligencia para diseñar una salida factible y conducirnos hacia ella, no habrá manera de solucionar este embrollo.

Octavo: los líderes políticos de la derecha española llevan mucho tiempo, además, recurriendo a una manipulación de las emociones de la gente y a una propaganda demagógica (similares a las descritas anteriormente para el caso de Catalunya) que les vienen de perlas a ellos también para tapar una política antisocial y una corrupción parecidas a las de la derecha catalana. Parece como si hubiera un cristal a ambos lados del cual dos mimos, bien envueltos ambos en sus respectivas banderas, estuvieran copiándose los mismos, aunque opuestos, movimientos.

Noveno: cada vez más encajonados entre los dos extremos nacionalistas nos encontramos una mayoría de personas, en Catalunya y en el resto de España, que pensamos que estamos mejor unidos, que así somos más fuertes. Que sabemos que somos el mismo pueblo. Que no queremos una nueva frontera a modo de cicatriz recorriendo la península ibérica. Todo lo contrario, muchos lo que queremos es eliminar las fronteras, empezando por la hispano-lusa, continuando con el resto de las europeas y borrando después las de los demás continentes hasta que no quede ninguna en el mundo. Una península ibérica federal en una Europa federal no solo es posible, ¡es urgente!

Y décimo: exijámosles a nuestros líderes políticos menos empecinamiento, menos falsedades y menos patrioterismo. Exijámosles más altura de miras, más seriedad y más diálogo, fundado este en las leyes y en las aspiraciones legítimas de la gente. Promovamos el entendimiento en libertad, el justo respeto y el amor fraternal. Así quizá encontremos entre todos una solución y podamos dejar de perder tanto tiempo y energía con el disparate del nacionalismo. ¡Que tenemos muchos problemas infinitamente más urgentes e importantes! Parlem, collons!

¿Cómo terminará el capitalismo?

¿Cómo terminará el capitalismo? Esto se pregunta el sociólogo alemán Wolfgang Streeck en su último libro, How will capitalism end?, y su respuesta no es precisamente halagüeña: “Antes de que el capitalismo se vaya al infierno, permanecerá en el limbo en el futuro próximo, muerto o a punto de morir por una sobredosis de sí mismo pero todavía coleando, pues nadie tendrá el poder para quitar de en medio su cuerpo en descomposición”. Después del capitalismo, explica Streeck, vendrá un interregno caracterizado por la inestabilidad y la ingobernabilidad, en el que los individuos, abandonados a su suerte, podrán ser golpeados por el desastre en cualquier momento.


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‘Sanderistas’ con Hillary

A Hillary Clinton le costó más de lo esperado conseguir la nominación presidencial del Partido Demócrata: Bernie Sanders y sus entusiastas seguidores le dieron guerra hasta el último minuto. Al final, Clinton consiguió un 55% de los votos en las primarias, por un 43% de Sanders, aproximadamente. Los alistados en la revolución sanderista —que pudo ser y no será, al menos por ahora— se enfrentaron con la derrota de su candidato a una difícil disyuntiva: tras una competida batalla, en la que el partido se dividió casi por la mitad, tenían que decidir si apoyaban o no a Hillary Clinton, a la que tanto habían criticado por no ser suficientemente progresista. La decisión es especialmente trascendente si se tiene en cuenta que Clinton es la única opción realista de evitar que Donald Trump, y todas las cosas horribles que él representa, lleguen a la Casa Blanca.


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Dolor de España

muñoz molina

Antonio Muñoz Molina (El Confidencial)

Hasta quienes han encarnado en el imaginario popular durante los últimos quince años al matrimonio prototípico español de clase media han acabado por desvelarse como presuntos defraudadores fiscales. Sirva este enésimo escándalo nacional como muestra de la extensión alarmante que ha adquirido en estos años de crisis, en todos los ámbitos de nuestro país, la poza séptica del fraude, el abuso y la corrupción. El “dolor de España” que diagnosticó Unamuno hace un siglo es tan punzante hoy como entonces y la necesidad de renovación moral que propugnó es más urgente que nunca.

Hace unos días, dos significados afligidos por este dolor —el escritor Antonio Muñoz Molina y el periodista José Antonio Zarzalejos— mantuvieron una conversación pública en el Instituto Cervantes de Nueva York para intentar describirlo y buscarle algún remedio. El primero fue descrito por el segundo como un “referente intelectual” que inaugura la literatura ensayística sobre la crisis con su Todo lo que era sólido (Seix Barral, 2013). El segundo, continuando por esta misma senda, publicó el año pasado Mañana será tarde (Planeta) con prólogo del primero. Cada uno con su notoria perspectiva para mirar la realidad —Muñoz Molina socialdemócrata y Zarzalejos conservadora—, ambos son analistas lúcidos, de gran honestidad intelectual y —aves raras en el panorama español— con un pensamiento y una voz libres de ataduras, bandos y sectarismos.

La charla comenzó por lo económico, con Zarzalejos describiendo España como un país aquejado por una rampante precariedad laboral que causa millones de “pobres que trabajan”. Si no ha habido un estallido social, explicó, es porque lo ha evitado la ubicuidad de la economía sumergida (que estimó en más de un 20% del PIB), la solidaridad proveniente del entramado familiar y el éxodo de los jóvenes (los mismos a los que el Estado pone trabas para votar, por cierto). Al mismo tiempo que sufrimos este problema económico, dijo Zarzalejos, adolecemos de otro de índole ética: la “falta de civismo” de considerar como “banales” comportamientos socialmente destructivos como no pagar impuestos.

Muñoz Molina, por su parte, puso el dedo en la llaga de la falta de un modelo económico sostenible en España. El crecimiento de antes de la crisis, basado en la construcción desaforada y un crédito artificialmente barato, no podía durar y todo el mundo lo sabía, pero como casi nadie lo decía (“disentir está muy mal visto”), nos embarcamos —o nos embarcaron— en un “delirio colectivo” del que ahora estamos pagando las consecuencias. Por si fuera poco, expuso Muñoz Molina, en nuestro país la educación y el conocimiento carecen del prestigio que merecen y “no se alienta, reconoce ni recompensa el mérito”.

Hasta aquí, en el diagnóstico de la crisis como una interconectada decadencia económica y moral, ambos ponentes estuvieron en total consonancia. Los matices vinieron al tratar las repercusiones políticas de todo ello.

Para Zarzalejos, el fracaso de PSOE y PP para afrontar la triple crisis de España —económica, que mutó en social con la tremenda desigualdad y luego en institucional, completando el “fallo sistémico”— abona la llegada de dos “populismos reactivos”: por un lado, el independentismo catalán, con sus tintes victimistas (“España nos roba”) y simplistas apelaciones a una fantástica Arcadia feliz; y por otro lado, el “populismo de contestación” y “evocaciones chavistas” de Podemos.

Muñoz Molina, sin embestir de lleno a su interlocutor, no dejó de señalar que tanto el PSOE —en su Andalucía natal, por ejemplo— como el PP, así como los partidos nacionalistas (o regionalistas como Revilla, con su “ostentación de la ignorancia”) han ejercido y ejercen también el populismo, a menudo en su versión más extractiva y clientelar. Los máximos antisistema, remató Muñoz Molina, son los corruptos que roban en las instituciones: ahora, por tanto, estas instituciones no tienen defensa ante el populismo.

Ahondando en el carácter corrosivo de la “corrupción institucionalizada”, Zarzalejos se atrevió con un colorido catálogo de los diferentes tipos que padecemos en España: la “corrupción socializada” de Andalucía, en la órbita del PSOE; la relacionada con la financiación del PP, por ejemplo en la Comunidad Valenciana; la del entorno del nacionalismo catalán, basada en “forrarse en nombre de la patria”; la corrupción “chulapona” de la Comunidad de Madrid, “ostentosa y hortera”; y, fuera de la política, la corrupción “civil” representada por Manos Limpias (qué oxímoron) y Ausbanc.

¿Hay remedio? Para responder a esta pregunta y saber si podemos esperar algo mejor del futuro, Muñoz Molina comienza mirando al pasado reciente para trazar un perspicaz relato que se expone más o menos a continuación. Hasta hace no mucho, había en España acuerdos básicos en ciertos temas fundamentales, “una mayoría civil por encima de las diferencias partidistas” que se articuló con grandes movilizaciones ciudadanas sobre todo en dos momentos clave: para defender la democracia después del golpe de Estado del 23F y para condenar el terrorismo de ETA tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco.

Este clima, mantiene Muñoz Molina, se empieza a quebrar durante la segunda legislatura —con mayoría absoluta— de José María Aznar: con la “iluminación atlántica” que le sobrevino para apoyar la Guerra de Irak y con las mentiras de su gobierno tras el 11M. Luego llega José Luis Rodríguez Zapatero, que intenta abordar la llamada memoria histórica, un tema que no se había afrontado hasta ese momento por “negligencia”. Entonces se destapa la caja de Pandora de la Guerra Civil, en gran parte por la incapacidad “cobarde y permanente” de la derecha española para distanciarse del franquismo.

Las rupturas sociales internas, concluye Muñoz Molina, venían de antes y estallan durante la crisis. Los grandes problemas de España —la desigualdad, el deficiente sistema educativo o la casi ausencia de separación de poderes— tienen solución, afirma, pero para arreglarlos se requieren acuerdos amplios. Y para ello, es imprescindible que haya un debate público serio y profundo, de alto nivel y, sobre todo, con libertad para que cada uno exprese lo que piensa sin que a la mínima se le echen encima, por traicionar a los (h)unos o por “ser de los otros”, los de un bando o los del de más allá. En este sentido, la exposición de Muñoz Molina y Zarzalejos en Nueva York fue un magnífico ejemplo de cómo dos personas de ideologías distintas pueden compartir y confrontar ideas de manera respetuosa, honda e inteligente.

La conocida cita de —volviendo a los clásicos— Ortega y Gasset, “España es el problema, Europa la solución”, podía servir antes de consuelo al “dolor de España”. De un tiempo a esta parte, sin embargo, Europa se manifiesta como un problema tanto o más grave que España. El historiador Tony Judt ya avisó en 2005, antes de morir, en la conclusión de su obra Postguerra, de que la supervivencia de Europa ante los retos del siglo XXI dependería de cómo los europeos tratáramos a los no europeos en nuestro seno y a las puertas de nuestras fronteras. Si Europa se contrae en un provincialismo defensivo, advirtió Judt, la Unión Europea no será más que el máximo común divisor de los intereses individuales de sus miembros.

Basta pensar en el tratamiento inhumano que la UE está dando a los refugiados que escapan del horror al otro lado del Mediterráneo, o en el egoísmo, miopía y cerrazón con que la UE ha lidiado con Grecia, para constatar el fracaso reciente de Europa. Si Europa ya no es la solución, y no pudiendo por tanto mirar hacia fuera, seguramente tenga España que mirar hacia dentro y no le quede a nuestro país más solución que la reacción de los españoles y las españolas.