En el primer debate demócrata, una sólida Hillary sale reforzada frente a Bernie

Bernie Sanders y Hillary Clinton durante el debate (Lucy Nicholson/Reuters)

Bernie Sanders y Hillary Clinton durante el debate (Lucy Nicholson/Reuters)

Esta madrugada, hora española, se ha celebrado (¡en un hotel-casino de Las Vegas!) el primer debate televisado entre los cinco principales candidatos del Partido Demócrata a la presidencia de EE. UU. La favorita, la ex primera dama y ex Secretaria de Estado Hillary Clinton, ha compartido estrado con el aspirante, el senador por Vermont Bernie Sanders, y con tres candidatos con muy escasas posibilidades: el impostado ex gobernador de Maryland Martin O’Malley, el excesivamente macho ex senador por Virgina Jim Webb (que presumió en una de sus respuestas de haber matado en combate a un soldado enemigo que le lanzó una granada) y el adorablemente anticuado y torpón ex gobernador de Rhode Island Lincoln Chafee.

El reclamo principal del debate era el duelo entre Hillary —la preferida del establishment demócrata, que encabeza las encuestas a nivel nacional— y Bernie, el rebelde que, mientras el actual vicepresidente Joe Biden deshoja la margarita de su candidatura, se sitúa en segundo lugar. Recientemente, Bernie ha estado atrayendo grandes multitudes a sus mítines y subiendo de manera sostenida en las encuestas: aunque sigue estando casi veinte puntos porcentuales por detrás de Hillary en el conjunto del país, Bernie se sitúa primero en el estado clave de New Hampshire, y su ascenso indica que lo que algunos preveían como un paseo militar de Hillary no será tal. En estas primarias demócratas, habrá partido.

Bernie, con su hirsuto pelo blanco, tiene una imagen pública de señor mayor entre gruñón y entrañable. Políticamente, se caracteriza por ser el único de los cien senadores estadounidenses que se define como socialista. Su palpable ausencia de calculadas dobleces, tan denostadas en tantos políticos, le confiere un aire de autenticidad al estilo del que vendría a ser su equivalente británico, Jeremy Corbyn. Su estrategia para derrotar a Hillary consiste en, como hizo Corbyn, movilizar a la izquierda de su partido. Hillary, por su parte, está afrontando la sublevación tratando de mostrar un perfil más progresista —adaptándose a la etapa de primarias actual, en la que hay que convencer a las bases del Partido Demócrata— pero sin perder de vista lo que en España se ha dado en llamar la “centralidad del tablero”, clave en las elecciones presidenciales del año que viene en las que el electorado es todo el país.

Esta tensión en la campaña de Hillary le ha valido acusaciones de chaquetera que se vieron reflejadas en la primera pregunta del debate. El moderador —que estuvo hábil e incisivo en su labor periodística durante todo el evento— le preguntó si era “progresista”, el término que habitualmente utiliza la izquierda del Partido Demócrata para definirse. Hillary contestó que sí, pero que ella es una “progresista que consigue cosas”, sugiriendo que para ello es capaz de buscar el consenso y matizar su ideología.

A continuación, le tocó el turno de las etiquetas a Bernie, que alabó el sistema socioeconómico de países como Dinamarca y explicó que para él creer en el “socialismo democrático” significa entender que los niveles desmesurados de desigualdad económica que sufre EE. UU. son “injustos”. Tras preguntarle el moderador si se reafirmaba en unas declaraciones del pasado en las que decía no ser capitalista, Bernie respondió que, desde luego, él no era un “capitalista de casino”, como los financieros que causaron la Gran Recesión con sus apuestas imprudentes.

En este punto se produjo uno de los momentos claves del debate, pues define bien el contraste ideológico entre los dos principales candidatos. Hillary tomó la palabra con decisión para rebatir las declaraciones de Bernie y afirmar que para ella el capitalismo representa el emprendimiento de las pequeñas y medianas empresas, que EE. UU. —el país más poderosos del mundo— no es Dinamarca, ni falta que le hace, y que ella cree en la necesidad de “salvar al capitalismo de sí mismo”.

Poco después, una Hillary sorprendentemente agresiva (tratándose de la candidata favorita) volvió a atacar a Bernie, esta vez por sus votos en el pasado poco proclives a la regulación de las armas. Un Bernie a la defensiva trató de explicar que es importante buscar un consenso entre la perspectiva de las zonas urbanas del país y la de las rurales como su estado, Vermont, donde las armas son parte de la cultura de mucha gente. Este fue el momento más flojo de Bernie, que se alargó en el siguiente segmento sobre política exterior, en el que Hillary se mostró más convincente.

Bernie recuperó el pulso con el momento probablemente más aplaudido del debate. Tras ser Hillary preguntada por el recurrente caso de sus emails como Secretaria de Estado, Bernie intervino para señalar que, aunque seguramente defender a Hillary no era políticamente lo más astuto, ya estaba bien de hablar de los “malditos emails”. Los estadounidenses están hartos de este tema y en su lugar quieren que se hable de sus problemas, dijo. El auditorio ovacionó a Bernie, con mucha gente en pie, y Hillary, con una gran sonrisa, le dio las gracias y un sentido apretón de manos.

Quizá animado por esta inspirada intervención, a continuación Bernie defendió con determinación y convicción el movimiento Black Lives Matter (criticando el “racismo institucional” en EE. UU.) y las medidas de su programa económico contra la desigualdad, que incluyen subir los impuestos a los bancos y a los ricos, aumentar a más del doble el salario mínimo actual o convertir en gratuitas las universidades públicas, hoy a menudo prohibitivas. Hasta dijo que estaría a favor de legalizar la marihuana. Sobre Wall Street, Bernie dijo que había que acabar con el “fraude como un modelo de negocio” y trocear los grandes bancos. Sobre la influencia del dinero en un sistema político que calificó de “corrupto”, afirmó: “el Congreso no regula a Wall Street, es Wall Street la que regula al Congreso”.

Hillary se mostró particularmente convincente en su defensa de la igualdad de salarios entre hombres y mujeres, de los permisos de maternidad pagados (EE. UU. y Papúa Nueva Guinea son los únicos países del mundo donde esto no es la regla) o del acceso a medidas de planificación familiar. En un par de ocasiones, Hillary hizo referencia al hecho de que elegir a la primera mujer presidenta de EE. UU. sería un punto de inflexión histórico. En hábil respuesta a un reproche del moderador acerca de su condición de insider de la política (en un momento en el que los outsiders están de moda), Hillary replicó que no habría nada más outsider que una mujer presidenta.

En definitiva, ¿cómo salen de este primer debate los dos principales aspirantes a la candidatura demócrata a la presidencia? Hillary, reforzada. Se mostró cómoda y segura de sí misma en todo momento, dominando la mayoría de los temas y de los intercambios de pareceres con sus contrincantes y dando una imagen de control y liderazgo. Por su parte, Bernie logró transmitir su genuina y apasionada preocupación por la justicia social y su sentida irritación por los problemas de EE. UU. Sin embargo, hoy —queda mucho partido por delante— no consiguió meterle ningún gol a Hillary que permita alterar significativamente el ecosistema electoral demócrata. Y, sobre todo, a Bernie le faltó trasladar a los espectadores del debate el entusiasmo que su campaña está generando entre tanta gente, particularmente jóvenes. Él siempre dice que su candidatura no trata sobre su persona, sino sobre involucrar a los estadounidenses —sobre todo a los que no suelen participar en la vida pública— en una “revolución política”. Quizás para ello hace falta añadir a la justificada indignación un registro más poético, una narrativa más inspiradora y estimulante.