Dolor de España

muñoz molina

Antonio Muñoz Molina (El Confidencial)

Hasta quienes han encarnado en el imaginario popular durante los últimos quince años al matrimonio prototípico español de clase media han acabado por desvelarse como presuntos defraudadores fiscales. Sirva este enésimo escándalo nacional como muestra de la extensión alarmante que ha adquirido en estos años de crisis, en todos los ámbitos de nuestro país, la poza séptica del fraude, el abuso y la corrupción. El “dolor de España” que diagnosticó Unamuno hace un siglo es tan punzante hoy como entonces y la necesidad de renovación moral que propugnó es más urgente que nunca.

Hace unos días, dos significados afligidos por este dolor —el escritor Antonio Muñoz Molina y el periodista José Antonio Zarzalejos— mantuvieron una conversación pública en el Instituto Cervantes de Nueva York para intentar describirlo y buscarle algún remedio. El primero fue descrito por el segundo como un “referente intelectual” que inaugura la literatura ensayística sobre la crisis con su Todo lo que era sólido (Seix Barral, 2013). El segundo, continuando por esta misma senda, publicó el año pasado Mañana será tarde (Planeta) con prólogo del primero. Cada uno con su notoria perspectiva para mirar la realidad —Muñoz Molina socialdemócrata y Zarzalejos conservadora—, ambos son analistas lúcidos, de gran honestidad intelectual y —aves raras en el panorama español— con un pensamiento y una voz libres de ataduras, bandos y sectarismos.

La charla comenzó por lo económico, con Zarzalejos describiendo España como un país aquejado por una rampante precariedad laboral que causa millones de “pobres que trabajan”. Si no ha habido un estallido social, explicó, es porque lo ha evitado la ubicuidad de la economía sumergida (que estimó en más de un 20% del PIB), la solidaridad proveniente del entramado familiar y el éxodo de los jóvenes (los mismos a los que el Estado pone trabas para votar, por cierto). Al mismo tiempo que sufrimos este problema económico, dijo Zarzalejos, adolecemos de otro de índole ética: la “falta de civismo” de considerar como “banales” comportamientos socialmente destructivos como no pagar impuestos.

Muñoz Molina, por su parte, puso el dedo en la llaga de la falta de un modelo económico sostenible en España. El crecimiento de antes de la crisis, basado en la construcción desaforada y un crédito artificialmente barato, no podía durar y todo el mundo lo sabía, pero como casi nadie lo decía (“disentir está muy mal visto”), nos embarcamos —o nos embarcaron— en un “delirio colectivo” del que ahora estamos pagando las consecuencias. Por si fuera poco, expuso Muñoz Molina, en nuestro país la educación y el conocimiento carecen del prestigio que merecen y “no se alienta, reconoce ni recompensa el mérito”.

Hasta aquí, en el diagnóstico de la crisis como una interconectada decadencia económica y moral, ambos ponentes estuvieron en total consonancia. Los matices vinieron al tratar las repercusiones políticas de todo ello.

Para Zarzalejos, el fracaso de PSOE y PP para afrontar la triple crisis de España —económica, que mutó en social con la tremenda desigualdad y luego en institucional, completando el “fallo sistémico”— abona la llegada de dos “populismos reactivos”: por un lado, el independentismo catalán, con sus tintes victimistas (“España nos roba”) y simplistas apelaciones a una fantástica Arcadia feliz; y por otro lado, el “populismo de contestación” y “evocaciones chavistas” de Podemos.

Muñoz Molina, sin embestir de lleno a su interlocutor, no dejó de señalar que tanto el PSOE —en su Andalucía natal, por ejemplo— como el PP, así como los partidos nacionalistas (o regionalistas como Revilla, con su “ostentación de la ignorancia”) han ejercido y ejercen también el populismo, a menudo en su versión más extractiva y clientelar. Los máximos antisistema, remató Muñoz Molina, son los corruptos que roban en las instituciones: ahora, por tanto, estas instituciones no tienen defensa ante el populismo.

Ahondando en el carácter corrosivo de la “corrupción institucionalizada”, Zarzalejos se atrevió con un colorido catálogo de los diferentes tipos que padecemos en España: la “corrupción socializada” de Andalucía, en la órbita del PSOE; la relacionada con la financiación del PP, por ejemplo en la Comunidad Valenciana; la del entorno del nacionalismo catalán, basada en “forrarse en nombre de la patria”; la corrupción “chulapona” de la Comunidad de Madrid, “ostentosa y hortera”; y, fuera de la política, la corrupción “civil” representada por Manos Limpias (qué oxímoron) y Ausbanc.

¿Hay remedio? Para responder a esta pregunta y saber si podemos esperar algo mejor del futuro, Muñoz Molina comienza mirando al pasado reciente para trazar un perspicaz relato que se expone más o menos a continuación. Hasta hace no mucho, había en España acuerdos básicos en ciertos temas fundamentales, “una mayoría civil por encima de las diferencias partidistas” que se articuló con grandes movilizaciones ciudadanas sobre todo en dos momentos clave: para defender la democracia después del golpe de Estado del 23F y para condenar el terrorismo de ETA tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco.

Este clima, mantiene Muñoz Molina, se empieza a quebrar durante la segunda legislatura —con mayoría absoluta— de José María Aznar: con la “iluminación atlántica” que le sobrevino para apoyar la Guerra de Irak y con las mentiras de su gobierno tras el 11M. Luego llega José Luis Rodríguez Zapatero, que intenta abordar la llamada memoria histórica, un tema que no se había afrontado hasta ese momento por “negligencia”. Entonces se destapa la caja de Pandora de la Guerra Civil, en gran parte por la incapacidad “cobarde y permanente” de la derecha española para distanciarse del franquismo.

Las rupturas sociales internas, concluye Muñoz Molina, venían de antes y estallan durante la crisis. Los grandes problemas de España —la desigualdad, el deficiente sistema educativo o la casi ausencia de separación de poderes— tienen solución, afirma, pero para arreglarlos se requieren acuerdos amplios. Y para ello, es imprescindible que haya un debate público serio y profundo, de alto nivel y, sobre todo, con libertad para que cada uno exprese lo que piensa sin que a la mínima se le echen encima, por traicionar a los (h)unos o por “ser de los otros”, los de un bando o los del de más allá. En este sentido, la exposición de Muñoz Molina y Zarzalejos en Nueva York fue un magnífico ejemplo de cómo dos personas de ideologías distintas pueden compartir y confrontar ideas de manera respetuosa, honda e inteligente.

La conocida cita de —volviendo a los clásicos— Ortega y Gasset, “España es el problema, Europa la solución”, podía servir antes de consuelo al “dolor de España”. De un tiempo a esta parte, sin embargo, Europa se manifiesta como un problema tanto o más grave que España. El historiador Tony Judt ya avisó en 2005, antes de morir, en la conclusión de su obra Postguerra, de que la supervivencia de Europa ante los retos del siglo XXI dependería de cómo los europeos tratáramos a los no europeos en nuestro seno y a las puertas de nuestras fronteras. Si Europa se contrae en un provincialismo defensivo, advirtió Judt, la Unión Europea no será más que el máximo común divisor de los intereses individuales de sus miembros.

Basta pensar en el tratamiento inhumano que la UE está dando a los refugiados que escapan del horror al otro lado del Mediterráneo, o en el egoísmo, miopía y cerrazón con que la UE ha lidiado con Grecia, para constatar el fracaso reciente de Europa. Si Europa ya no es la solución, y no pudiendo por tanto mirar hacia fuera, seguramente tenga España que mirar hacia dentro y no le quede a nuestro país más solución que la reacción de los españoles y las españolas.